Hasta en las mejores familias (o incluso en las mejores familias con más motivo, que en habiendo recursos, donde comen tres comen seis) existe un fantasmilla de sábana blanca y sonrisa candorosa que propone cosas. O que toca los cojones, según se mire.
A veces dice que te tires de cabeza, que venga, que adelante. Y te tiras. Con mejor o peor fortuna, pero allá que vas porque no puedes hacer otra cosa, porque no piensas, porque sabes que pensar, calcular riesgos, prever consecuencias futuras puede acabar con el encanto de cagarla a conciencia, a calzón quitao. ¿Hablamos de amor? ¿O quizá de inversiones en bolsa? En todo caso... ¿cuál es la diferencia?
Otras veces te invita amable y tímidamente a recular: descártate, que no se puede jugar con tanta baraja en la mano... y entonces no puedes evitar calcular, pensar, evaluar... qué duro es el descarte! ¿Hablamos de amor?
Mami llevaba unos días un tanto mustia. Ni siquiera los mimos de su cuarentoncito malcriado habían conseguido sacarla de un estado melancólico que le había sustraído el interés por los cafés con las amigas, la misa de ocho y las tiendas de telas carísimas.
Quizá el fantasmilla familiar le estaba proponiendo un descarte... había estado tan pendiente de putear al niñato que se le había pasado la madre, y había sido poco insidioso con ella... ¿tendría el fantasmilla de la familia ganas de cambiar de víctima?
Don Mauricio, inmerso en las mieles de la trastienda de la mercería de barrio no terminaba de entender el cambio de humor de su legítima, aunque tampoco le preocupaba en exceso. Él atendía a quien le atendía, y no era (nunca lo fue) el caso.
Mauricín, el gilipollas, el pijo Mauricín, estaba perplejo.
Mami era la única hembra con un comportamiento que él podía entender, que mantenía cierta coherencia, cierta dinámica uniforme. Y ahora le hacía aguas.
Si el patrón por el que él juzgaba al resto de las mujeres comenzaba a mutar, no sabría cómo conducirse.
¿Y si Mami estuviera proyectando planes para él? Realmente no sería la primera vez, ya que, si echaba la vista atrás, veía meridiana y tristemente claro que su vida no había sido sino un continuo complacer a la autora de sus días, hasta el punto de que desechaba estos pensamientos por evitar la sensación asfixiante que se apoderaba de la boca de su estómago y le impedía respirar.
Era una marioneta en sus manos, y lo sabía. Pero lo sabía en la parte más oscura de su miserable persona, esa parte que no dejamos traslucir nunca, ni siquiera nos atrevemos a mirar en la más íntima de las soledades.
Cuando no nos gustamos, no nos miramos...
Hasta el día en que toda esa miseria se convierte en entidad independiente, tangible, otro individuo con el que puedes incluso chocarte en el pasillo de la casa, y nos mira a la cara con esa sonrisa de colmillo retorcido:
- Te voy a crujir
- No puedes, eres yo.
- Sactamente. Y tú eres tu superyó. O sea, un gilipollas.
- Ya empezamos...
- Mauricín, eres un gilipollas!
A veces dice que te tires de cabeza, que venga, que adelante. Y te tiras. Con mejor o peor fortuna, pero allá que vas porque no puedes hacer otra cosa, porque no piensas, porque sabes que pensar, calcular riesgos, prever consecuencias futuras puede acabar con el encanto de cagarla a conciencia, a calzón quitao. ¿Hablamos de amor? ¿O quizá de inversiones en bolsa? En todo caso... ¿cuál es la diferencia?
Otras veces te invita amable y tímidamente a recular: descártate, que no se puede jugar con tanta baraja en la mano... y entonces no puedes evitar calcular, pensar, evaluar... qué duro es el descarte! ¿Hablamos de amor?
Mami llevaba unos días un tanto mustia. Ni siquiera los mimos de su cuarentoncito malcriado habían conseguido sacarla de un estado melancólico que le había sustraído el interés por los cafés con las amigas, la misa de ocho y las tiendas de telas carísimas.
Quizá el fantasmilla familiar le estaba proponiendo un descarte... había estado tan pendiente de putear al niñato que se le había pasado la madre, y había sido poco insidioso con ella... ¿tendría el fantasmilla de la familia ganas de cambiar de víctima?
Don Mauricio, inmerso en las mieles de la trastienda de la mercería de barrio no terminaba de entender el cambio de humor de su legítima, aunque tampoco le preocupaba en exceso. Él atendía a quien le atendía, y no era (nunca lo fue) el caso.
Mauricín, el gilipollas, el pijo Mauricín, estaba perplejo.
Mami era la única hembra con un comportamiento que él podía entender, que mantenía cierta coherencia, cierta dinámica uniforme. Y ahora le hacía aguas.
Si el patrón por el que él juzgaba al resto de las mujeres comenzaba a mutar, no sabría cómo conducirse.
¿Y si Mami estuviera proyectando planes para él? Realmente no sería la primera vez, ya que, si echaba la vista atrás, veía meridiana y tristemente claro que su vida no había sido sino un continuo complacer a la autora de sus días, hasta el punto de que desechaba estos pensamientos por evitar la sensación asfixiante que se apoderaba de la boca de su estómago y le impedía respirar.
Era una marioneta en sus manos, y lo sabía. Pero lo sabía en la parte más oscura de su miserable persona, esa parte que no dejamos traslucir nunca, ni siquiera nos atrevemos a mirar en la más íntima de las soledades.
Cuando no nos gustamos, no nos miramos...
Hasta el día en que toda esa miseria se convierte en entidad independiente, tangible, otro individuo con el que puedes incluso chocarte en el pasillo de la casa, y nos mira a la cara con esa sonrisa de colmillo retorcido:
- Te voy a crujir
- No puedes, eres yo.
- Sactamente. Y tú eres tu superyó. O sea, un gilipollas.
- Ya empezamos...
- Mauricín, eres un gilipollas!