No sé en qué clase de estado me he sumido últimamente, pero maldigo las circunstancias que nos obligan a volver al mundo real.
He necesitado un ejército y usted solito ha conjurado a todos mis fantasmas a base de razón, de palabras de aliento y de matemáticas elementales.
A base de aparcar su vida para ocuparse de la mía.
La ansiedad se hizo fuerte, se alió con el llanto y la impotencia, firmó acuerdos puntuales con el miedo y crearon un frente de asedio que a punto estuvo de hacerme tirar la toalla.
El insomnio, el final del curso, las niñas, las obligaciones, la maldita soledad, las oposiciones, me pusieron en lo que acertó en denominar, no sin choteo, modo pánico.
Sí... debió ser algo así, porque en plena enajenación, y con un par, desinstalé el Office, no me pregunte cómo ni por qué. Aún no acierto a explicarlo.
Papi se llevó a las niñas y aquí nos quedamos usted, mi milagro en usufructo, solo ante el peligro, y yo, en el borde del precipicio.
De entonces a ahora, todo han sido cuidados, contención y confianza.
Yo nunca he creído en mí. Ahora lo sé. Usted sí cree, y me enseña a hacerlo como un ejercicio más de la voluntad. Querer es poder.
Mi contrincante favorito, mi cerebro preferido, mi sujección en los momentos de naufragio. El muro contra el que me estampo a veces y que me contiene siempre, la cima que quiero escalar y no me da el aliento.
El orden en mi caos.
Neutraliza usted mi incertidumbre con tres multiplicaciones y una sonrisa.
Conjura las noches de zozobra con sus manos sobre mis ojos.
Ni en toda una vida podría compensarle por todo lo que me da.
No sabía, no creía que se pudiera recuperar la esperanza, la confianza, la seguridad en otro. Pero le siento tan cerca, tan convencido, tan pegado a la realidad, que no puedo más que rendirme a la evidencia de que las cosas son como son, y esta vez nos gusta cómo son.
Acepto su generosidad inmensa, orgullosa de ser la inquilina de sus brazos, y me dejo, y me abandono con un miedo sólo residual, sólo pequeñas adherencias despreciables que sé que usted hará caer sólo con sus dulces caricias.
Sólo quiero estar a la altura cuando me necesite.
Estar.
Aprender juntos, crecer, habitar su pecho, sujetar sus manos, verle sonreir, ver cómo brillan sus ojos hermosos, cómo se dilata su pupila cuando escucha lo que quiere escuchar.
Oirle hablar de futuro con la tranquilidad y el convencimiento con que lo hace, derrumba mis últimas defensas y me obliga a ofrecerle la mitad de mi armario del cuarto de baño.
La mejor crema antiarrugas es su cálida voz cerca de mi cuello.
Mientras tanto, como confirmando que los tiempos de tinieblas se van, también acabamos de ganar la Eurocopa... quién sabe, amor mío, si hoy no empieza todo... otra vez.
Amén.
He necesitado un ejército y usted solito ha conjurado a todos mis fantasmas a base de razón, de palabras de aliento y de matemáticas elementales.
A base de aparcar su vida para ocuparse de la mía.
La ansiedad se hizo fuerte, se alió con el llanto y la impotencia, firmó acuerdos puntuales con el miedo y crearon un frente de asedio que a punto estuvo de hacerme tirar la toalla.
El insomnio, el final del curso, las niñas, las obligaciones, la maldita soledad, las oposiciones, me pusieron en lo que acertó en denominar, no sin choteo, modo pánico.
Sí... debió ser algo así, porque en plena enajenación, y con un par, desinstalé el Office, no me pregunte cómo ni por qué. Aún no acierto a explicarlo.
Papi se llevó a las niñas y aquí nos quedamos usted, mi milagro en usufructo, solo ante el peligro, y yo, en el borde del precipicio.
De entonces a ahora, todo han sido cuidados, contención y confianza.
Yo nunca he creído en mí. Ahora lo sé. Usted sí cree, y me enseña a hacerlo como un ejercicio más de la voluntad. Querer es poder.
Mi contrincante favorito, mi cerebro preferido, mi sujección en los momentos de naufragio. El muro contra el que me estampo a veces y que me contiene siempre, la cima que quiero escalar y no me da el aliento.
El orden en mi caos.
Neutraliza usted mi incertidumbre con tres multiplicaciones y una sonrisa.
Conjura las noches de zozobra con sus manos sobre mis ojos.
Ni en toda una vida podría compensarle por todo lo que me da.
No sabía, no creía que se pudiera recuperar la esperanza, la confianza, la seguridad en otro. Pero le siento tan cerca, tan convencido, tan pegado a la realidad, que no puedo más que rendirme a la evidencia de que las cosas son como son, y esta vez nos gusta cómo son.
Acepto su generosidad inmensa, orgullosa de ser la inquilina de sus brazos, y me dejo, y me abandono con un miedo sólo residual, sólo pequeñas adherencias despreciables que sé que usted hará caer sólo con sus dulces caricias.
Sólo quiero estar a la altura cuando me necesite.
Estar.
Aprender juntos, crecer, habitar su pecho, sujetar sus manos, verle sonreir, ver cómo brillan sus ojos hermosos, cómo se dilata su pupila cuando escucha lo que quiere escuchar.
Oirle hablar de futuro con la tranquilidad y el convencimiento con que lo hace, derrumba mis últimas defensas y me obliga a ofrecerle la mitad de mi armario del cuarto de baño.
La mejor crema antiarrugas es su cálida voz cerca de mi cuello.
Mientras tanto, como confirmando que los tiempos de tinieblas se van, también acabamos de ganar la Eurocopa... quién sabe, amor mío, si hoy no empieza todo... otra vez.
Amén.