Mientras Lope se quejaba de que Violante (Yolanda para los amigos) le mandaba hacer un soneto, somos unos cuantos los que recibimos reprimendas por no sentarnos a escribir "en serio".
Creo que me puede precisamente el pudor del que prescinde el personal cuando viene a comentar aquí...
Bien... aquí una mini-producción que dedico a mi gato del alma, padre de ese hijo nuestro que una bruja mala encerró en una torre.
Con amor, Gato, y en la confianza de que, antes o después, nos reiremos (más aún, y en público) de la bruja, del amo del calabozo y del cuento en general, y tendremos más hijos. Total, sólo es ponerse...
MALA SUERTE
Creo que me puede precisamente el pudor del que prescinde el personal cuando viene a comentar aquí...
Bien... aquí una mini-producción que dedico a mi gato del alma, padre de ese hijo nuestro que una bruja mala encerró en una torre.
Con amor, Gato, y en la confianza de que, antes o después, nos reiremos (más aún, y en público) de la bruja, del amo del calabozo y del cuento en general, y tendremos más hijos. Total, sólo es ponerse...
MALA SUERTE
No sabremos nunca si la pobre era así de nacimiento o las circunstancias de la vida fueron conformando aquello que al primer golpe de vista era una persona, sí, tenía por lo menos esa pinta, cabeza, tronco y extremidades, pero más bien era un dolor de tripa encubierto.
Sus rasgos no dejaban concretar demasiado su edad, pero yo siempre pensé que tendría tres o cuatro años más de cuarenta.
Tenía los ojillos pequeños y esquivos, llevaba gafas bastante pasadas de moda y bastante sucias siempre, sujetas sobre una nariz con una base ancha, carnosa y desagradable a la vista, como la nariz de un borracho. Labios finísimos, dientes muy pequeños, aspecto como de ratón. De rata, sería más preciso.
No era rubia, ni morena, ni castaña... tenía el pelo de un color milagroso, como la chupa del dómine Cabra, tan entrañable como repugnante. Un pelo de alambre de color indefinido.
No pronunciaba. Las escasísimas veces que la escuchamos hablar era realmente complicado entender bien lo que decía, porque suplía la articulación de algunas consonantes con otros sonidos. El efecto era curioso, porque si no la mirabas, la entendías. Pero si mirabas sus labios cuando hablaba, se generaba una distorsión entre lo que veías y lo que oías que te sacaba de la conversación para no poder recuperarla más.
Olía mal. Olía a viejo, a húmedo, a cueva, a encierro.
Olía a tristeza y a pan de ayer, a desabrigo y a tocino rancio.
Apestaba su amargura a cien mil kilómetros de distancia.
Una vez que entraba en tu campo sensorial no podías despojarte de aquel olor ponzoñoso que te llenaba de congoja y te hacía arrugar la nariz, como cuando te arriman el amoníaco, o hueles una mierda de perro por la calle. Ofendía.
Molestaba, jodía, intrigaba, mentía, interrumpía, daba polculo continuamente. Vivía del cuento, de la buena fe de los que la rodeábamos. A su paso sembraba un chaparrón de silencio denso e incómodo, como una arcada colectiva, un regüeldo de ajo.
Uno a uno nos fue minando la moral con su desfachatez y su afectación de enferma imaginaria e histérica, capaz de todo. Estoy segura de que sería capaz de vender a su madre, de acostarse con su cuñado o de desfalcar al mismísimo Winnie the Pooh.
Cuando quisimos darnos cuenta, no teníamos otra conversación que ella, y por supuesto hablábamos mal. Muy mal.
No discutíamos, ni siquiera le dirigíamos la palabra, pero eso no parecía importarle demasiado. Nunca tuvimos el valor de enfrentarnos a su aspecto manso, nos daba miedo y cierto asco, como ese asco que te entra cuando tienes que encajar la mano de alguien que te la ofrece fría, sudada y blanda. Mano pescao. Toda ella era así. Blanda, fría, repugnante como un sapo lascivo, como una trucha pasada de fecha, maloliente, fría y viscosa.
No la echábamos de menos cuando faltaba meses de forma fraudulenta, no la necesitábamos para nada.
No pregunté por ella en junio, en la cena de fin de curso. Era una insociable. Lo raro es que hubiese acudido a una reunión donde demasiado bien sabía que no se la iba a recibir con vítores.
No la encontré en septiembre, a la vuelta de vacaciones de verano.
Y tampoco pregunté, la verdad.
Hoy he tenido un pensamiento tenebroso, tanto tiempo sin verla, pero al girar la cabeza me he distraido solita, viendo al señor Juan, y se me ha ido el santo al cielo.
Me emociona ver al señor Juan, el conserje, regar un montículo que se ha inventado en el patio del cole, y que debe de abonar más que el resto de la zona de jardín, visto el buen ritmo al que crece un arbolito nuevo que parece un haya. Y los pensamientos que adornan el pie del árbol también están tremendos de flores, a pesar de los fríos nocturnos.
Tiene buena mano para las plantas, el señor Juan, y un sentido del humor un tanto negro, a mí a veces me escandaliza, porque tiene muy poco respeto por los feos, por los minusválidos, por los muertos. Cuenta unos chistes que rompen con todo lo establecido, con todo lo políticamente correcto... cachondísimos pero muy bestias. Con esa voz un puntito aguda, un puntito dulce de anciano rijoso y pasota, te compara un paralítico con una cucaracha en menos que canta un gallo. Y no se despeina, entre otras cosas porque no le importa lo que pienses, pero además porque es calvo como bola de billar.
El señor Juan es un buen tipo que siempre que le pides un favorcito te lo hace y con sonrisa en los labios, que es como mola que te hagan un favor.
A mí me ayudó a descargar el acuario, y le tengo encargado que engrase las bisagras de la estación meteorológica, que con el rocío se oxidan. También me vigila el huerto y me presta herramientas. Lo tiene todo niquelao.
María y yo nos guiñamos el ojo todas las mañanas, dejamos a nuestros alumnitos jugando al fútbol en el patio y nos quedamos embelesadas contemplando cómo el señor Juan cuida de nuestro nuevo árbol, y mientras tanto nos calentamos las manos con un cafelito con leche, buenísimo para la garganta, dicen.
María siempre dice mientras sorbe su cortado con mimo para no quemarse, que fue de una patada en el chichi de una de sus cien mil sustitutas de falsas bajas.
Yo creo que fue la toalla que le hizo tragar la de música, pero también dudo si no sería el de inglés cuando le arreó aquel gancho de izquierda... quizá le tocó alguna vértebra vertical, que diría mi cuadrilla de futuros médicos... quizá un empujoncito tonto, o una grapadora traicionera que escupe a las sienes... vete a saber... un colegio es un lugar de alto riesgo, saben?
Qué lindo crece el árbol.
Eso es lo que importa.
7 comentarios:
Gracias. Decirte que es magnifico y que es una gozada del carajo leerte es una obviedad inmensa, por eso mejor no te digo nada, nada mas que gracias por el momentazo que me has regalado. Un beso enorme.
No te digo ná y te lo digo tó...
¿Madrid para cuando?
DEDITOS, eres un facilongo... de verdad que no es pose... me sorprende que algo tan simple...
Bueno, déjalo.
Gracias a tí, guapo.
Un beso.
CARLITOS, tú no te apures, que cuando vaya a Madrid te vas a enterar, porque te lo ví a decí.
Un beso, majo.
Me gusta.
No hace falta que me contestes, tengo prisa, adiós.
Enraizaste... ven. Sigue.
y sí, ven aquí donde se cruzan los caminos. Junta gatos y satanases.
PATO, gracias.
Joer con las prisas...
Un besejo.
JAIME... ven? sigue?
Me entran ganas de ir quitándome la ropa.
Oye, no me hagas esto.
No tengo vocación de exhibicionista y no sé cómo hacerlo.
Tengo unas ganas locas de ir a Madrid, no te imaginas cuántas.
Esta vez coincidiremos, os lo prometo.
Besos, miniño.
Bueno...a lo mejor es que me gusta lo que escribes, o tal vez es que lo comparo con lo que se lee aquí, pero bueno, es fácil…. Muy fácil
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